lunes, 12 de julio de 2010

A Rosa Elena Pérez de la Cruz, In memoriam


Un zarpazo cruel de la vida, del azar o del destino, acaba de privarnos de Rosa Elena Pérez de la Cruz.  Una mente privilegiada, una vida dedicada al estudio y a la reflexión de los temas básicos de Occidente.  Por segunda vez, la imprudencia automovilística, tan al uso en nuestro país, peca de manera punzante e irreparable contra la  Filosofía.  (La primera vez, la víctima fue el también inolvidable Darío Solano, en la medianía de los años ochenta.)


De visita en nuestro país, becada por su alma máter, la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), se encontraba en Santo Domingo, completando una nueva investigación acerca del decurso del pensamiento filosófico dominicano.  En efecto, nunca se separó de su tierra natal.  Venía acá con frecuencia, antes y después del deceso de uno de sus amores predilectos, su madre. Sus viajes, también los aprovechaba para entrar en contacto con sus colegas filósofos dominicanos.

Durante  una de sus frecuentes visitas a nuestro país, a mediados de los noventa,  impartió un curso acerca de Verdad y método, de Hans Georg Gadamar, en el que tuve la oportunidad de conocerla.  De esa manera, la Escuela de Filosofía de la Universidad Autónoma de Santo Domingo quedó integrada a los desplazamientos del pensamiento hermenéutico contemporáneo.  Desde entonces, nació entre nosotros una amistad en la que ella puso siempre la condescedencia y quien esto escribe, la admiración.

Quienes la tratamos de cerca llevaremos por mucho tiempo la muerte en el alma.  Rosa Elena, ida a destiempo, en la plenitud de su producción intelectual, enlutece a las letras y a la república de las ideas de nuestro país.  Si a la familia, también a sus amigos del alma cabe acompañarles en el desenvolvimiento de su pena.  Era nuestra hija, nuestra hermana y nuestra madre adoptiva.  Desde su natural porte de mujer de pensamiento, sabía dejarse querer. 



Atrás han quedado, por si testimoniarlo fuese preciso, los destacados investigadores y pensadores Don Jorge Tena Reyes, Norberto Soto y Miguel A. Pimentel, los filósofos Rafael Morla ––Decano de la Facultad de Humanidades de la UASD––,  Julio Minaya ––Presidente de la Asociación Dominicana de Filósofos–– y el poeta, narrador y ensayista Juan Freddy Armando  ––Director General del Plan Quinquenal de Promoción del Libro y de la Lectura––.  La quisimos con el alma, la sentimos como propia.  De ahí esta sensación de vacío, esta percepción de insuficiencia que de pronto ha hecho calas en nuestra morada interior.

De visita en el país, por enésima vez, el pasado lunes 21 del mes, como de costumbre, Rosa Elena salió, al filo de las seis de la mañana, de la casa de una de sus hermanas, en el Ensanche Quisqueya, a caminar, en dirección al Parque Mirador del Sur. En el sendero, al parecer, fue atropellada por un automóvil.  ¡Vaya paradoja, oh hermanos: buscando la salud, encontró la muerte! Luego sobrevino la inútil búsqueda, hasta el viernes 24 alrededor de la medianoche, en que, al fin, aparece su cadáver, en la morgue del Hospital “Darío Contreras”. 

En los registros del centro de salud se hace constar que Rosa Elena fue ingresada el martes 22, un día después del fatal accidente que nos priva para siempre de una de las mentes filosóficas más esclarecidas de la República Dominicana de los últimos cincuenta años.  Se sigue, pues, que debió ser rescatada de las fauces temblorosas del azar por algún o por alguna buena samaritana que, al verla tirada sobre el pavimento, la recogió.  ¡Vaya manera de acabar sus días un alma de excepción!  ¡Vaya forma de internarse en el espejo tridente de la muerte una persona a todas luces fuera de serie!

Proveniente de una familia de origen humilde, pero nimbada de dignidad, Rosa Elena fue uno de esos dominicanos, o dominicanas, que, a base de muchos esfuerzos y privaciones, pusieron en alto el nombre de la nación dominicana allende sus fronteras.  Siendo aún muy joven, pródiga de sueños, se marchó a México, donde se consagró por entero a la Filosofía  ––desde el grado hasta el Doctorado––, donde, también, logró posicionarse como académica y como investigadora de gran calado. En efecto, fue co-fundadora del Círculo Mexicano de Profesores de Filosofía, y alcanzó nivel I en el Sistema Nacional de Investigadores de ese admirable país.

Tuve ocasión de advertir la distinción con que la trataban Leopoldo Zea y María del Carmen Rovira, dos inmortales del quehacer filosófico mexicano del siglo XX, con quienes colaboró en distintos tiempos en el marco de sus respectivas tareas intelectuales.  Aprecio con fundamento del que fui testigo de excepción mientras participaba en mi propio nombre en el XIV Congreso Americano de Filosofía, a principios de los años noventa de la pasada centuria.



Es posible que en su sepelio, que partirá a la una de la tarde, este domingo 27 de junio, desde la Funeraria Blandino de la Avenida Lincoln, no pugnen los vehículos tratando de formar parte del cortejo; que no sobreabunden los arreglos de tiernas de flores frescas, ni hagan muchedumbre los halagos en la prensa ni en los medios electrónicos, radiales o televisivos; quizás ni siquiera sean pronunciados al final de la jornada encendidos panegíricos.  Su vida estuvo orientada, más que a la búsqueda de la gloria pasajera, a esculpir su morada interior y a dejar-saber en México, su patria de adopción, cuánta grandeza olvidada del mundo hispanoamericano quedó prendida en este doblón de América que hoy lleva el nombre de República Dominicana.

Nadie, a lo mejor, vestirá por ella las telas negras de la pena.  Pero sí quienes la conocimos, la quisimos y la admiramos.  Sin lugar a dudas, su partida nos deja una herida abierta que ni el paso de las eras sucesivas cerrará.  Nos quedará el perfume suave de su palabra, ciertamente; su mirada un poco triste y el fulgor de su inteligencia despierta; sus publicaciones, sus obras inéditas y sus proyectos intelectuales.  Pero, comoquiera, nos hará falta, la echaremos de menos. 

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