domingo, 7 de septiembre de 2008

Las revoluciones y el fantasma de la muerte



El hombre es inseparable del ensueño. La confianza en un mañana de promesa es uno de los rasgos típicos de la naturaleza humana. La tendencia a estructurar complejos sistemas de ideas en los que, de las cenizas del presente, emerge una robusta visión del futuro, en la que no aparecen los vicios ni las necesidades insatisfechas del presente, en la que todo es ventura y gallardía, es común a todas las épocas históricas.

En nosotros existe, por ende, una predisposición manifiesta a asimilar o interiorizar este tipo de elaboraciones conceptuales. Colocarse en el trayecto de los ideales de perfección hace de intelectuales y embaucadores, moralistas y políticos, profetas y aventureros, verdaderos ídolos y conductores de masas. El presente es siempre fuente de descontento; el porvenir es la flor y la promesa. La utopía es la apuesta de la esperanza.

El uso de la violencia, planteado como conditio sine qua non por algunos teóricos del cambio de las circunstancias, se tiende como un abismo infranqueable entre ellos y quienes son partidarios de la evolución. Conquistar el cielo a costa de barrer de la existencia a una parte de los seres que deben ocuparlo es una contradicción en sí y por sí misma.
Sembrar la muerte y el terror es traicionar a la vida, que es el valor cuya potenciación se quiere alcanzar mediante el cambio de determinadas estructuras sociales.

El más grande heroísmo se alcanza cuando se logra arrancar una vida de las manos temblorosas de la muerte. El humanismo que fundamenta su radicalidad en la exclusión del hombre no es más que misantropía con chaqueta de altruismo. Cada ser humano, cual que sea su situación o ideología, está en condiciones de ser el centro mismo del universo. Cada hombre que fenece es una derrota que sufre la especie.
Aunque es desde todo punto de vista injustificable, se entiende que en una situación límite, en circunstancias apremiantes, alguien disponga de la vida de un hombre, en razón de nuestro pasado animal; del lobo que en nosotros hay dormido, de la bestia que en cada uno se anida. Pero que alguien proclame ese sedimento pulsional como un derecho o como un medio para alcanzar la realización humana o determinados objetivos personales – como de continuo ocurre - es una actitud impropia, inexplicable en quien se precie de entender el mundo tomando como punto de partida al hombre como ser genérico. El odio con frecuencia se disfraza. A veces, incluso el silencio es una forma de agresión.

Quien cercena la existencia de un individuo, escudando sus instintos y su egocentrismo en diferencias de fracción, no se diferencia en lo esencial del niño que por torpeza o por curiosidad mata al gusano de vivos colores, sin saber que al hacerlo destruye la iridiscencia de una mariposa que ya no verá nunca.

La naturaleza, las enfermedades y el espejo tridente de la muerte son de por sí
pena bastante para el hombre. ¿Por qué empeñarnos en seguir haciéndonos daño entre nosotros mismos?. ¿Por qué no utilizar esas energías para afrontar los problemas que nos son comunes, en lugar de hacer más insoportable el fragmento de mundo en que habitamos?.

Si el poder y los imperios que de él emanan no hacen más que sembrar la angustia y el descorazonamiento entre los miembros de la especie, ¿por qué hemos de combatirlos extremando, justamente, el dolor ya milenario de los hombres; haciendo el poder de muerte nuestro barco y nuestro mar, nuestro puerto y estandarte?.
Quienes preconizan el culto a la exclusión y a la agresividad en nombre de la vida, comienzan por postular algo que debían demostrar: que se supera el dolor en la medida en que se lo afirma; que es posible hacer un grande servicio al hombre y a la vida sembrando la muerte por doquiera aparezca alguien que ose pensar o ser distinto a aquellos que se han descubierto poseedores de la absoluta verdad acerca del porvenir del hombre.
La alimentación, la paz, la igualdad de oportunidades y de acceso a los bienes de consumo son valores supremos a los que es condigno aspirar, pero sin olvidar ni un instante que de nada sirve el Paraíso al margen de los seres que en él han de habitar.


Tarea noble y generosa sin par es luchar contra las amarras a la vida, y entre ellas la mayor es la muerte. Los que en su alma sólo anidan exclusión e intolerancia, están de parte de la muerte. Confiar en el hombre es afirmar su existencia en esta parte del mundo.

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