lunes, 23 de noviembre de 2009

El diálogo como imperativo de humanidad en el "Filoxeno" de León David

El diálogo es uno de los medios de expresión por excelencia de la reflexión filosófica. En él confluyen muchos de los componentes típicos de esta forma de conocer la realidad: apertura hacia la novedad ---cosa distinta de la moda---, la creatividad y el descubrimiento, sentido de la totalidad, pericia en el arte de escuchar, tacto en el ejercicio del criterio, paciencia ante la posibilidad de arribar a conclusiones. El diálogo es, en efecto, una apuesta al servicio de la buena conversación y de la democracia. Vale decir, del reconocimiento del otro, independientemente de cuáles sean sus hábitos mentales, sus costumbres o su concepción del mundo.
Dialogar es, sin embargo, un arte que cuenta con cada vez menos oficiantes en la República Dominicana. El autoritarismo campea, y no precisamente en el Estado, sino en los intersticios de la cotidianidad y de las relaciones académicas y de familia. Esta obra, de la autoría del reconocido poeta y pensador dominicano Juan José Jimenes Sabater, mejor conocido como León David, es una elocuente invitación a percibir el diálogo como algo lúdico, como un ejercicio de constructivo entretenimiento, pero, también, como herramienta de exploración gnoseológica. Se conversa para crecer e integrar a las propias convicciones nuevos aires, nuevas razones, nuevos atisbos de conclusión. Dialogar es ya saberse limitado; hallarse en disposición de ensanchar los horizontes del propio mundo interior.

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La manera en que Diotima, antagonista del personaje principal del diálogo, se refiere a algunas de las tesis y de las razones que éste aporta, permite extraer más de una enseñanza y más de una conclusión acerca de nuestro espacio-tiempo histórico. Escuchémosla, pues: “Tu elocuencia ha obrado el prodigio. Me has convencido, Filoxeno, y ahora, sin remordimiento ni vacilaciones reniego de la tesis que erróneamente sostuve, pues veo, en efecto, que la contemplación de la belleza refiere a ciertas cualidades del sentimiento que ni por pienso consienten ser reducidas a las pasiones que mueven a los hombres a la acción en la vida ordinaria” (46-VI).
Lo propio había hecho páginas atrás a raíz de un excursus de hermenéutica literaria que llevara a cabo Teófilo, otro de los personajes de la obra: “De mi parte, sería incurrir en obcecación e intolerancia –conducta incompatible con la cortesía, a que debe ceñirse toda civilizada discusión– cometería, insisto, delito de leso entendimiento de no convenir en que, afectivamente, las razones que has vertido, acerca del ‘Romance del enamorado y la muerte’ no están horras de fundamento” (27-III). Sobradas razones tienen quienes de ese modo discurren. Quien todo lo sabe, o está completamente convencido de ser un dechado de verdades, no necesita conversar.

La pasión por el diálogo, comporta una cierta conciencia de minusvalía e incompletud. Una cierta aprensión de que algunas de las claves de la anhelada plenitud, personal o colectiva, se encuentran allende el propio ser. Quien gana un diálogo o una discusión es aquel que más y mayor número de nuevos esquemas mentales, argumentos o ideas logra integrar a su acervo de partida, independientemente de que su tesis prevalezca o no. Un intercambio dialógico no tiene, por fuerza, que desembocar en el consenso ni en la unificación de una tesis y su contraria, como acontece al final de Filoxeno (o del sentimiento que la contemplación de la belleza suscita). El desacuerdo invita a la exploración y a la reflexión posterior. El mutuo acuerdo es insustituible como antesala de la acción, pero letal para el pensamiento y la investigación.
Para que personas, grupos y naciones puedan convivir se precisa de algunos acuerdos básicos. Pero de ello no se sigue, de manera necesaria, que el fondo común de verdades adoptado en cada caso sea verdadero, y ni siquiera el mejor. La diversidad deja abierta la posibilidad del mejoramiento continuo. Suma antes que dividir, integra antes de excluir. La condición humana alcanza su máxima realización cuando deviene expresión de sus múltiples determinaciones. La tolerancia intergrupal e interpersonal fluidifica las aristas que dan lugar a los enfrentamientos en que en todo tiempo encontramos empeñados a los humanos. Pero tiene la desventaja de que no implica la preocupación por el otro, ni conlleva la invitación a cambiar un presunto error por una verdad (igualmente presunta).
En efecto, se puede tolerar a los demás desde un plano de radical indiferencia. La clave se encuentra en el reconocimiento, más que en la tolerancia. Reconocer al otro es asumir los valores e ideas de partida como un costado apenas, como uno de los tantos matices del mundo luminoso de la cultura. La conciencia egocéntrica, y su hermano mayor: el etnocentrismo, no perciben en los demás sino eslabones o negaciones del propio modo de ser, que, de continuo, es asumido como absoluto e invariable, único y eterno. A la sombra de semejante esquemática, nunca habrá diálogo entre los diversos actores de la sociedad planetaria. Luego, jamás se podrá desterrar a los demonios de la guerra.
Diálogo intercultural, antes que choque de civilizaciones, es el reclamo de humanidad, una vez que hemos arribado a la presente encrucijada histórica. La cooperación habrá de ser el sucedáneo inmediato de la confrontación, y la indiferencia habrá de trocarse en participación activa. El diálogo filosófico constituye una callada invitación hacia los modos democráticos de ser y hacia la convivencia pacífica de hombres, etnias y naciones. El recurso a este género literario en la República Dominicana --a partir de los dos últimos decenios del siglo--- acaso sugiera una cierta inconformidad con los negocios del mundo, o, tal vez, con el resquebrajamiento de la capacidad de escuchar del dominicano medio.
Los cultivadores del género entre nosotros cumplen, de este modo, con otra de las características propias de la filosofía: la creatividad. Buena parte de las guerras de agresión que han tenido lugar durante el siglo XX pudieron evitarse si los dirigentes concernidos hubieran estado pertrechados de una conciencia abierta al reconocimiento de los otros de sus nosotros. Los índices de dolor humano descenderían con sorprendente celeridad si entrenáramos más a los ciudadanos del presente y del porvenir en las tareas de escuchar y ser escuchados, y en el arte de hacer prevalecer sus ideas en base a razones, en lugar de inducirlos a acometer acciones de fuerza, o a hacerse diestros en los vicios de la exclusión y de la eliminación de adversarios e interlocutores. Diríase, pues, que el diálogo filosófico conlleva una suerte de pedagogía de humanidad, bastante a propósito de algunos de los desplazamientos de mayor énfasis de la época actual, incluido nuestro país.

En la República Dominicana del presente abundan –--en la vida cotidiana, la radio y la televisión--- programas y “conversaciones” en los que abundan las expresiones malsonantes, las interrupciones, y en los que el sofisma y el insulto sustituyen al arte de la argumentación. Ni pensar, ni invitar a pensar procuran, sino conseguir adeptos, administrar la rutina mental al uso y devolver en forma de canción los esquemas y prejuicios ambientes a la gente que los sigue. Así, cada quien se integra o se retira cada día a su rincón de absurdos, pero con la conciencia tranquila. El diálogo, por el contrario, mueve a la inquietud. Es una callada invitación a la desmovilización de la buena conciencia en la que se haya instalado cada quien. Dialogar es, según la feliz expresión de Diotima “sacar a orear al soleado terreno de la controversia”, el fruto de nuestras investigaciones, “correr el albur de depurarlo confiriendo precisión a tu pensamiento y solidez a tus teorías “(7- IV/XI).
Un diálogo, aun cuando uno no sea uno de los personajes que a lomos de su trama se desplaza, es siempre una ocasión propicia para la revisión de esquemas, valores y perceptos, sobre todo cuando en el texto se plantean asuntos de índole conceptual, cual es el caso del presente, entre cuyos objetivos se encuentran, por ejemplo, la precisión de las nociones de “lo feo”, “la belleza”, y “el placer estético”, entre otros. Pero este particular y antiquísimo modo de expresión no sólo invita con vehemencia a la revisión crítica del propio rimero de burbujas mentales, sino que, al mismo tiempo, es un método. Indica, por una parte, el sendero a través del cual el autor ha arribado a algunas certidumbres, sin dejar de dar cuenta de los meandros, los tramos que convergen o se bifurcan, los senderos caprichosos o las rutas sin destino por él seguidos de acceder a determinadas semillas de verdad y que, por lo general, quedan representados en los diversos personajes y planos que informan el diálogo.
O, bien, por otra parte, deja ver el sendero necesario para encaminarse desde la muda ignorancia o la duda intermitente hacia estadios cada vez más seguros en la búsqueda de determinados modos de conciencia. En este sentido, todo diálogo contiene los elementos indispensables, para devenir, in fact, tratado de argumentación o manual del arte de la refutación. De principio a fin, no se hace más que defender y atacar determinadas tesis o sus consecuencias; derribar falsos argumentos, y arribar a determinadas conclusiones, cual es el caso, por ejemplo, del Filoxeno, al final del cual, luego de encendidos debates, los personajes terminan hablando la misma lengua, muestra de que cada uno de ellos participa lo mismo de las inquietudes que de los hallazgos del autor. En el fondo, éstos no hacen sino dejar-ver costados distintos de la estructura mental de su creador.
Este género expresa, asimismo, la actitud de alguien que no teme mostrar el método por él seguido a propósito de determinada investigación, e incluso las posibles objeciones y argumentos contrarios a su particular manera de entender este o aquel tópico. Una de las notas características de este diálogo de León David es, justamente, la confluencia conceptual de los personajes, lo cual no suele acontecer en los diálogos clásicos ni en los de factura contemporánea, incluidos los dominicanos. Si bien todos hablan con el mismo estilo y con los mismos registros lingüísticos que habla su autor, luego de las dudas y diferencias que cada uno de ellos experimenta, queda abierto el camino hacia la comprensión y la aceptación de los demás de las tesis sustentadas básicamente por Filoxemo a través de la obra. Cuando, casi al final del texto, éste se dirige a Diotima para comunicarle su impresión de que ”por una vez tú y yo coincidimos” (42-V, VIII), en realidad sus acuerdos y coincidencias acababan de tocar el cuarto escalón, una de manera indirecta, a través de la explicación que aportara Teófilo acerca de una de las tesis de aquél (30-III/IV), y dos entre ellos mismos, en el marco de un mismo bloque conversacional (40-V/VIII). A éstas habría que sumar las confluencias manifiestas entre Teófilo y Filoxeno (24-II) y entre los tres, en el cenit de la pieza (43-III/VIII). De manera, que no nos encontramos, pues, ante un diálogo de estructura abierta, como ocurre con buena parte, de sus pares platónicos. Se trata de una pieza que tiene un argumento, un hilo conductor que lo atraviesa de principio a fin.

El Filoxeno, es, sin embargo, muchas cosas a la vez. Ante todo, una invitación cordial a participar de un simposio al mejor estilo griego, con un tema helénico, salpicado de no pocos elementos propios de la tópica vernácula, como el refranero criollo, o expresiones de uso frecuente, como nuestra “en este país” (3-II), puesta en boca de Teófilo; e incluso la alusión al “premio mayor de lotería” a que se refiere Diotima en algún momento (39-II), en un salón (6-III) en el que se puede apreciar un cuadro al óleo de la autoría de Jenócrates, “artista de exquisita sensibilidad y manos privilegiadas” (3-XI), en casa de Teófilo, una “rústica estancia” en la que por momentos, el silencio “ casi se puede tocar” (2-I). Además, se pueden encontrar en ésta obra suficientes elementos para componer un manual de semiología del arte, un tratado breve de hermenéutica literaria, un artículo de axiología, en el que la Etica y la Estética se impliquen recíprocamente, y un ensayo de honduras acerca de la Estética de lo feo (13-I, 14-III). De modo, pues, que tenemos ante nosotros un libro uno y múltiple, en el que lo único que muestra contornos precisos son las tesis, los argumentos y los personajes que a través de la obra deambulan.
Tres son los personajes principales de Filoxeno (o del sentimiento que la contemplación de la belleza suscita): a) el que presta su nombre a la obra, hermeneuta, autor inédito, aunque ya comienzan a aparecer sobre sus sienes los primeros hilos de plata; conceptuoso y digno, como corresponde a su formación y a la etapa de la vida en que se encuentra (2-VII, 2-3, 9-II, II-II); es el autor de un extenso ensayo acerca del tema que da subtítulo al ensayo, cuyo contenido se ha propuesto mantener en el más absoluto secreto hasta el día de su publicación. b) Diotima, una jovencita, pelirroja, llena de pecas, curiosa, crecidita, fogosa, controversial y refranera que “presume conocer al dedillo” el mencionado ensayo… irrumpe en buena hora en el salón en que conversaban Filoxeno y Teófilo, dos viejos amigos, al parecer (5-VII/X., 6-II, 9-I/V, 37-VI-VII). C) Teófilo, el dueño de la vivienda en que tiene lugar el conversatorio, es un crítico agudo que sobresale por su fina sensibilidad estética y su extraordinaria formación intelectual (2-I/V). Aparte de ellos, otros tres proto-personajes habitan una que otra página del volumen. Son ellos: 1) Zoilo, un amigo común de Teófilo y Filoxeno a quien éste había prometido una visita a su residencia al filo de las 6:30 de la tarde de ese día (3-VIII); 2) Jenócrates, amigo de ambos, también… autor de la obra pictórica ya mencionada (3-II); 3) Apolo, a quien Filoxeno pone “por testigo”, en uno de los momentos más emocionantes de la obra (5-I).
El texto recoge un tramo de una conversación más amplia. Parte de una pregunta de Teófilo a Filoxeno acerca del rumor de que éste tiene a punto de conclusión “un estudio que trata acerca de la naturaleza de las emociones” que suscita la belleza, de más de un centenar de folios (2-I, 4-IX, 6-III). Al pronto, surge la pregunta acerca de cómo llegó a sus oídos esa información, e igual de rápido emerge el nombre de Diotima, quien no tardará en irrumpir en el salón. Pero durante el recorrido van apareciendo, en secuencia, los principales tópicos de la reflexión occidental acerca de la obra de arte, desde la antigüedad greco-latina hasta nuestros días. A cada paso nos encontramos con que el autor hace galas, con elegancia y fino tacto, de una bien asimilada erudición, sobre todo a través de Filoxeno, pero, también, en menor medida, a través de los restantes personajes que dan vida a la trama de que se vale para compartir con nosotros sus ideas y preocupaciones acerca de los asuntos abordados a lo largo de la obra, sin dejar de lado siquiera un instante, su rol de conciencia crítica de la humanidad.
Así, por ejemplo, lo encontramos, de pie, frente a la “chatura de la época en que vivimos” (6-VII) y en contra del solipsismo gnoseológico, el amor propio y el individualismo contemporáneos (7-IV), con Diotima; y al relativismo al uso que postula que no existen valores ni cánones, ni principios, con Filoxeno (10-I). Un rimero amplio de muchos otros temas ---tales como las nociones de bien, verdad, belleza y condición humana--- son enfocados críticamente en esta obra singular de León David. Ahora bien, es un asunto de principio evitar la exhaustividad al presentar una obra, pues se corre el riesgo de causar la percepción en el lector de la recensión, de que conoce, o domina la materia primordial de la obra, y, entonces, hacerse a la idea de que no necesita lanzarse con pasión intensa hacia al centro de su boscaje misterioso y encantador, lo cual sería contraproducente, pues lo que se ha intentado en este breve ejercicio introductorio es, precisamente, invitar a la lectura del libro que ha servido de fuente a estas tres o cuatro frases precariamente hilvanadas.

2 comentarios:

Jesús dijo...

El dialogo ha muerto, al menos en los medios de comunicación donde lo que se lleva es el combate dialéctico

Eli Quezada dijo...

Bajo el encanto de ese Requiem de Mozart y con la elocuencia de quien escribe en este, uno de mis blogs favoritos, que sigo con la frecuencia que se inyectan contenidos nuevos, leo este análisis sobre la obra de León David, a quien admiro y sigo en sus escritos formales e informales...no me queda más que ir a por ese libro para conversar en silencio con este maravilloso escritor y sus personajes. Y al lector Jesús, me gustaría sugerirle que se quede sólo con lo poético, lo filosófico, porque si mezclamos lo político...en especial, el ¨diálogo¨ político, por lo menos, en este país, todavía tiene horrorosas lagunas intelectuales porque son copias de lo antiguo que habría que exorcizar antes de llegar a un diálogo como lo sugiere el maestro en el libro. Como siempre, bárbaro, el artículo.

Un abrazo solidario.
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